Hoy celebramos que la Virgen María, luego de haber concebido por obra del Espíritu Santo al Hijo de Dios, enterada por el arcángel Gabriel que su parienta Isabel se encontraba embarazada, se encaminó presurosa a su casa para servirla (cfr. Lc 1, 39-56), porque, como explica san Ambrosio, “el amor no conoce de lentitudes”[1].
Ella, la mejor discípula de Jesús, imitando a quien había concebido, unida a Dios ofrece a los demás un amor creativo, concreto y activo. Podría haber dicho: “yo también estoy esperando un Hijo, nada puedo hacer por ella”, pero no; pensó en Isabel, en sus necesidades y corrió a servirla.
María fue a ver a casa de Isabel para ofrecerle el mayor de los servicios: traerle al fruto bendito de su vientre, que nos libera del pecado y nos hace hijos de Dios[2], partícipes de su vida plena y eternamente feliz.
Por eso, Benedicto XVI, al visitar México, afirmó que la verdadera devoción a la Virgen María nos acerca siempre a Jesús; que venerarla “es vivir según las palabras del fruto bendito de su vientre”[3]. Ella misma lo hizo. ¿Y nosotros?
Quizá más de una vez, ante los sentimientos, necesidades, deseos, ilusiones y preocupaciones del cónyuge, de la novia, de los padres, de los hijos, de los hermanos, de los compañeros de estudio o de trabajo, de los patrones, de los empleados, y de quienes padecen alguna forma de pobreza, lleguemos a pensar que todo es menos importante que nuestros propios sentimientos, necesidades y deseos. Y por eso, en lugar de encaminarnos presurosos a servir, nos quedamos como “caracoles” –conchudos y babosos– moviéndonos con tremenda lentitud.
María no fue así; se dejó guiar por el amor. También lo supo hacer Isabel. Por eso, con fe exclamó: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”. Así, en el niño que Isabel lleva en su seno, Juan el Bautista, se cumple lo anunciado por el profeta Sofonías: “Alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena… El Señor será el rey de Israel…y ya no temerás” (3, 14-18).
Como Isabel, recibamos a quien la Virgen María nos trae, y digámosle: Jesús, eres mi Dios y salvador; “confiaré y no temeré” (cfr. Sal-Is 12, 2-3.4bcd. 5-6). Y como María, proclamando la grandeza del Señor, que ha puesto sus ojos en nuestra humildad, seamos discípulos y misioneros del Señor, conscientes de que, como ha dicho el Papa Francisco, también a nosotros, “El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo”[4]. Hagámoslo así, comenzando por casa, teniendo presente que, como decía el beato Juan de Palafox, “Hemos de ser canal del amor de Dios, no laguna”[5].
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